En el fondo, a todos nos gusta pensar que somos fuertes. Que vamos a poder con todo lo que nos venga encima, que pudimos con lo de ayer y que podremos también con lo de mañana. Pero más en el fondo, todos sabemos que eso no es verdad. Porque ser fuerte no consiste en ponerse una armadura antirrobo ni en esconderse detrás de un disfraz; ser fuerte consiste en asimilarlo. En asimilar el dolor y en digerirlo, y eso no se consigue de un día para otro, se consigue con el tiempo. Pero como por naturaleza solemos ser impacientes y no nos gusta esperar, escogemos el camino corto. Escogemos el camino de disfrazarnos de algo que no somos y disimular. Sobretodo disimular. Si, a todos nos gusta disimular los golpes, sonreír delante del espejo y salir a la calle pisando fuerte, para que nadie note que en realidad, lo que nos pasa de verdad, es que estamos rotos por dentro. Tan rotos que ocupamos nuestro tiempo con cualquier estupidez con tal de no pensar en ello, porque el simple hecho de pensarlo hace que duela. Pero a veces, bueno… a veces tienes que darte a ti mismo permiso para no ser fuerte, bajar la guardia y darte una tregua. Está bien bajar la guardia de vez en cuando. No queremos hacerlo porque eso supone tener un día triste, uno de esos viernes que saben a domingo, un día de esos que duelen, de recordar y echar de menos. A los que ya no están, y a los que están, pero lejos. Sin embargo, hay momentos que es lo mejor que puedes hacer: darte una tregua. Poner tu lista de reproducción favorita, tumbarte en la cama, y llorar.
Llorar todo lo que haga falta.
Eso no nos hace menos fuertes; eso es lo que
nos hace humanos.